Niños


                                                                                 imagen tomada de twitter






Eran las seis de la mañana cuando rompí fuente, es imposible describir lo que sentí, era una mezcla de tantas emociones, tantas preguntas, tantas ganas, pero miedo no. No tuve miedo entonces, ni cuando me ingresaron al hospital, ni cuando me conectaron al suero, ni cuando uno de los medicamentos me hizo vomitar.

No tuve miedo cuando me pasaron a sala de partos, ni cuando me hicieron el ultrasonido o el maldito tacto, ni siquiera tuve miedo cuando el cirujano me explicó que mi bebé de cuatro kilos no iba a nacer por vía vaginal porque yo no había dilatado más que tres centímetros en doce horas. No tuve miedo cuando me pusieron la epidural ni tampoco cuando sentí el bisturí abriendo las capas de mi piel.

Pero en cuanto escuché llorar a Quetzal y la pediatra me lo acercó al pecho para que pudiera besarlo, tuve miedo. Mi bebé ya no estaba dentro de mí.  -¿Cómo se supone que lo protegería ahora? Cualquiera puede arrebatármelo-pensé.

Sé que pensarán que sueno muy paranoica, pero en ése año 2009, Organizaciones Civiles pedían al Gobierno Mexicano que se formara un banco de datos y un instituto de protección al menor más eficiente que el DIF en base a los más de 500 mil niños robados en nueve meses (http://archivo.eluniversal.com.mx/ciudad/96766.html).

Las redes de trata de blanca, los secuestros exprés, el abuso infantil cada vez más común dentro de las instituciones educativas y la inseguridad en las calles, nos tiene a las madres con un miedo que se ha vuelto cotidiano. También claro, hay madres que no tienen miedo, hay que decirlo.

Hoy nuestro poderoso vecino nos recuerda que también hay que tener miedo de él, porque si rompemos sus reglas nos van a separar de nuestros hijos.

Me duele tanto leer las notas y ver los videos que hoy me siento de cristal, me rompo a cada momento. Con qué facilidad se toma la vida de un niño, ya sea para siempre o por unas horas. Desde estas inhumanas jaulas en Texas, hasta dentro de las dinámicas familiares.

Los niños no nos pertenecen, son nuestros semejantes y les merecemos el mismo respeto que a cualquier adulto. Tenemos la maravillosa posibilidad de acompañarlos y cuidarlos en su camino, pero no podemos disponer de su tiempo, sus ideas, sus cuerpos o sus vidas.  Ellos tienen derecho a estar con sus padres y familia en todo momento y no sólo a eso, tienen derecho a ser prioridad en casos de peligro, derecho a jugar, a ser amados y recibir una educación que fomente la solidaridad, la amistad y la justicia.

Lo que siento hoy no es un miedo que paraliza, sino uno que me vuelve escandalosa y bocona. Estoy indignada porque los niños que están hoy en esas jaulas son también de mi corazón, al igual que los que duermen bajo un puente y los que lloran en el silencio de sus camas de orfanatos. Y los que tienen que prepararse la cena y arroparse solos porque sus padres están trabajando hasta tarde, los que se pasan la tarde viendo tele porque su familia se fastidia al escucharlos, los que colapsan emocionalmente porque nunca logran cumplir con los estándares familiares, los que se saben no queridos y los que tienen años sin volver a casa, sin recibir un beso de sus padres. Los que son explotados laboral y sexualmente.

Nuestra responsabilidad como adultos es hacer valer los derechos de los niños, no volteemos la mirada para otro lugar, ellos nos necesitan hoy.

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