SER ÁRBOL




Todos tenemos una historia con un árbol. Yo por ejemplo recuerdo dos árboles muy especiales, el primero es un pirul gigante de mi infancia al que mi hermana Eli y yo nos trepábamos como pequeñas ardillas, me daba mucho miedo, pero también felicidad y de alguna manera sabía que las fuertes y gruesas ramas del árbol no me dejarían caer. El segundo es de la adolesencia, tenía una casa de madera, como en las películas gringas, era lo suficientemente alto y difícil de subir para los niños pequeños así que nosotros lo usábamos para fumar a escondidas y alardear de la vida. 

Pero en los árboles hay algo más que historias, hay magia, memoria, amor, sufrimiento y voluntad hay que decirlo. Basta ver a aquellos árboles, que la gente ha intentado limitar a un cuadrito de cemento cercado con púas, ¿has visto cómo los árboles se abren paso? Desbordan el cuadrito de cemento y con sus raíces revientan la banqueta, son sus voces recordándonos que ellos no son un ornamento. Y en su necedad de crecer se entierran las púas, ahí hay voluntad. Cuando unos novios ponen sus iniciales en el tronco de un pino hay amor, o cuando la gente inventa nichos para adorar santos, o cuando encuentras que tu espalda embona perfecto en un pedacito del árbol y te da la sombra más perfecta para leer, o cuando se vuelven íconos del pop por las decenas de chicles que la gente les ha pegado, convertir un acto así en arte y comunidad es magia.

Las raíces de los árboles nos conectan con la tierra y su follaje con el cielo, son como puentes, son como nosotros. O nosotros somos como ellos. A veces me gusta tomarme un tiempo para moverme como un árbol, lo encuentro relajante, porque no hay pretensión, el árbol es. Cuando sea grande quiero ser como un árbol, sin prisa, sin miedo, sin obsesiones, enraizado, firme y flexible para gestionar las grandes tempestades. Ser transformación, ser hogar, ser tiempo, ser puente.

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