A Quetzal, una memoria



Te voy a contar de la primera vez que bailé en el Palacio de Bellas Artes, para mí ha sido el teatro más bello y más impresionante que he conocido jamás, estar ahí es como entrar a la boca de un gran monstruo, es oscuro, viejo y elegante. Tenía miedo de perderme, pero aún así me quedé en un camerino de los de arriba, de los individuales, esos son más pequeños, pero también más cómodos, están alfombrados y son de madera, también tienen ya adentro puertas abatibles para un segundo espacio todavía más privado. Ya instalada busqué un balcón y me salí por una puertecita, mirando el centro de la ciudad desde allá arriba, me sentí tan elegante y cosmopolita. Como no sabía si iba a volver a bailar ahí algún día quise vivir todas las experiencias de una vez y fui con las maquillistas y peinadoras a que me arreglaran, parecía más bailarina de folklore que de contemporáneo, pero no me importó, lo disfruté tanto que todavía me acuerdo del olor a gel y de las firmes manos de las mujeres que nos trataban como si fuéramos bailarinas a granel, ahí aprendí a ponerme las pestañas postizas con naturalidad y gracia, antes era sólo una aficionada.

El escenario me parecía enorme e inclinado, y como mi papá me había platicado que tenía gatos hidráulicos me daba miedo que de pronto se moviera, pero a la hora de la función ni cuenta me di de nada. Los técnicos tenían más autoestima que todos nosotros juntos, ellos se sabían dueños del espacio, de las luces, de las varas, de los horarios de trabajo y sus derechos sindicales, ya después con el tiempo aprendí a tratarlos, pero esa primera vez me daban miedo, y mejor les huía. Ellos eran como los secuaces del monstruo que me había engullido, así que los observaba de lejos, con prudencia y respeto.

Esa vez bailamos una obra de Lidya Romero en donde había pasto sintético, gradas y una portería sobre el escenario, yo el principio lo bailaba en zapatillas de tacón, le pedía al cielo que no fuera a azotar en proscenio, y afortunadamente no azoté. No recuerdo bien el momento antes de que se levantara el telón, cuando nos abrazamos y decimos “mierda” “rómpete una pierna” y esas cosas, pero sí recuerdo que cuando entré a escena me impactó la profundidad que había desde mis ojos y hasta el fondo de las butacas, era una distancia enorme y yo me sentía tan pequeña y tan grande a la vez.

A mis dieciocho años salí viva y enamorada de aquel monstruo, al que regresé varias veces y en el que creí que iba a morir una vez, pero eso te lo cuento otro día, lo último que te diré es que haber bailado en el Palacio es como haberte comido una perla en lugar de colgártela al cuello, nadie lo ve, pero lo llevas dentro.



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